Gobierno Samper contra el mundo: el relato de Horacio Serpa sobre proceso 8.000
La convocatoria de una rueda de prensa por Andrés Pastrana tres días después de la segunda vuelta, provocó una gran expectativa nacional e internacional. Los rumores sobre unos casetes que tenían relación con las dos campañas presidenciales, pero especialmente con la ganadora y su eventual financiación con dineros provenientes del narcotráfico, eran enormes.
Días después apareció otro casete. Se especulaba sobre la existencia de muchos más y todo el país hablaba del tema. Los directivos de la campaña samperista éramos buscados por los medios para que aclaráramos las revelaciones de los “narcocasetes”. Respondíamos que se trataba de hechos muy graves y lo indicado era que se iniciaran las investigaciones contempladas por la ley.
Samper emprendió luego un viaje de descanso y contactos a Europa y Estados Unidos, donde se reunió con representantes del Departamento de Estado y conoció a Robert Gelbard, subsecretario de Estado para Asuntos Antinarcóticos, con quien luego tendríamos que “entendernos” con demasiada frecuencia. En esos días arribó al país el coronel Hugo Chávez Frías, quien había regresado a Venezuela de su exilio y hacía sus primeras actividades como dirigente político. Como el presidente electo no estaba me correspondió recibirlo en la sede de la campaña, donde estuvo acompañado por Gustavo Petro a quien conocía de tiempo atrás por su militancia en el M-19.
Unos días antes de asumir el ministerio de Gobierno, con Rosita y mis hijos nos fuimos a pasar unas cortas vacaciones a Miami. Las merecíamos. La primera tarea que asumió el presidente fue organizar el equipo de gobierno y poner en ejecución su programa. José Antonio Ocampo fue designado director nacional de Planeación, y se comenzó la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo, “El salto social”, el primero que se presentaría a consideración del Congreso de la República de acuerdo con lo establecido en la Constitución Política de 1991.
En esos primeros meses el Gobierno y las guerrillas hicieron declaraciones favorables a un eventual proceso de paz. Las Farc se pronunciaron cautelosamente, y el ELN comenzó a circular entre sus integrantes un documento denominado “Doce propuestas para construir una estrategia de paz”. A finales de ese primer año se polemizó a propósito de un acuerdo hecho por funcionarios del Gobierno con los campesinos del Guaviare, según el cual no se erradicarían los cultivos de hoja de coca menores de tres hectáreas mediante aspersión aérea con glifosato, a los cuales se aplicaría un procedimiento diferente.
Un grave error en esos meses fue la autorización de las llamadas Convivir, promovidas por el ministro Botero y a las que me opuse resueltamente. Se dieron fuertes discusiones internas por ese tema, pero prevaleció la insistencia del ministro Botero apoyada por los mandos militares.
Fue notable que el Gobierno en boca del propio presidente de la república, por primera vez en la historia del país, reconociera la responsabilidad del Estado por acción y omisión en la desaparición, tortura y asesinato de 107 personas ocurridas entre 1988 y 1990 en Trujillo, Valle del Cauca. Así ratificó su férrea voluntad en la defensa de los derechos fundamentales y en la lucha contra la impunidad.
El embajador Frechette empezó a referirse con frecuencia a la situación colombiana y dijo que veía muy difícil que Washington certificara al Gobierno colombiano por la lucha contra el narcotráfico. Meses más tarde, el diplomático recibiría un llamado de atención de la Cancillería colombiana por intervención indebida en asuntos de política interna.
Mientras tanto, en cumplimiento de órdenes emitidas por la Presidencia y el ministerio de Defensa, la Policía y el Ejército adelantaban insistidas y permanentes actividades para capturar a los jefes del cartel de Cali, denunciados públicamente por el ministro Botero. El asunto no era para preocuparse. Pero un viernes me llamó por teléfono el presidente y me dijo que averiguara de qué se trataba una citación que la Fiscalía le había enviado a Jacquin, de la cual me podrían informar en la Secretaría General de la Presidencia.
De Elizabeth Montoya se decía que tenía relaciones con los carteles de la droga, lo mismo que su esposo Jesús Amado Sarria. En la conversación, supuestamente, se hablaba en términos de mucha confianza sobre reuniones, regalos y aportes para la campaña, lo que se consideraba francamente inconveniente.
Fue una larga caminata. En un momento dado me tomó por el brazo y me dijo: “Horacio, me tienen contra las cuerdas”. Cuando creí oportuno le di mi parecer y le ratifiqué que para mí era claro su comportamiento en la campaña y en el gobierno, y que por eso lo acompañaba con toda decisión, pero que no podíamos desequilibrarnos porque eso era lo que esperaban nuestros enemigos.
Claro que el daño estaba hecho, pero el momento se pudo superar. Me quedó grabado lo mucho que valen los afectos y que el “talón de Aquiles” de todas las personas es su familia. De ese momento en adelante el Gobierno empezó a definirse por acontecimientos, sustos, amenazas, decisiones judiciales, filtración de expedientes y toda clase de publicaciones.
Así lo hice cuando me reuní con Medina, sin mencionar para nada a Valdivieso. Me limité a decirle que dadas las cosas que estaban ocurriendo podrían llamarlo a indagatoria. Se molestó mucho. Se puso colorado, alzó la voz y me indicó en tono casi amenazante que el Gobierno lo tenía desamparado y que iba a contar todo lo que sabía, sin importar quién se viera afectado.
Totalmente asombrado por lo que escuché lo invité a serenarse y a asumir la defensa jurídica del caso. Se fue muy intranquilo. Igual quedé yo. El extesorero fue oído en indagatoria, y por lo que se supo insistió en la versión rendida cuando fue llamado a declarar por orden del fiscal De Greiff. Sabiendo lo que me había contado, estaba muy intranquilo. Ese sábado viajé, acompañado por Juan Carlos Posada, a Puerto Boyacá, a donde fui invitado con insistencia por el alcalde de esa zona afectada por el paramilitarismo.
A lo largo de esa reunión, entre opiniones, averiguaciones y llamadas telefónicas, supimos que efectivamente Medina había resuelto cambiar su primera indagatoria y relatar su versión particular sobre la financiación, a cambio de beneficios judiciales y un sitio de detención con trato preferencial.
Se decidió, entonces, reunirnos temprano en la Casa de Nariño para revisar de nuevo el caso, y luego pasar con Botero al ministerio del Interior para ofrecer una rueda de prensa que sería citada por Juan Fernando Cristo. Nunca supe por qué el ministro Botero hizo eso. Tampoco he estado de acuerdo con quienes aseguran que esa rueda de prensa fue un desastre y la peor de las decisiones que tomó el Gobierno durante la crisis. No sé qué otra cosa hubiéramos podido hacer, siendo que en esos momentos la pelea, que comenzaba a darse en el terreno judicial, también venía librándose de manera enconada en los medios de comunicación.
La declaración que rindió ante las autoridades de los Estados Unidos el contador de los hermanos Rodríguez Orejuela, Guillermo Pallomari, quien informó a su manera sobre la forma como actuaba el cartel de Cali y sus implicaciones en la financiación de políticos y otros personajes a lo largo de diferentes etapas de la vida nacional.Pero vendrían acontecimientos peores.
Y tan era cierto en lo que estaban, que una mañana le hicieron un atentado criminal a Antonio José Cancino, el defensor del presidente. Estaba en mi apartamento cuando me llamó Ramiro Bejarano y me informó del hecho. Nos encontramos en el Hospital Militar donde atendían al jurista. También llegó Néstor Humberto Martínez.
Reconozco que nunca hubo pruebas de ninguna especie sobre la responsabilidad de la DEA en ese u otro acontecimiento que estoy contando en este texto, pero en esos momentos tan delicados, estando bajo el impacto de tantos hechos violentos y tensionantes, la desconfianza era muy grande. Días después, por cierto, se cumplió un debate en la Cámara en el que el representante Carlos Alonso Lucio hizo conocer las explosivas grabaciones que comenté.
Agregaría, asimismo, que el Gobierno estaba muy inconforme por una cantidad de hechos que conocía sobre intervenciones indebidas del gobierno estadounidense en la vida interna del país, entre ellas las conversaciones del embajador Frechette en los cocteles y otros actos sociales diciendo que el presidente y mucha gente de la administración colombiana estaban comprometidas con el narcotráfico y que la situación no era sostenible.
De todo ello quedó una sola palabra. La pronuncié casi que sin pensarla, en un momento en el que al dirigirme a la audiencia levanté la voz y les dije con el puño derecho en alto: “¿Qué renuncie el presidente Samper? ¡Mamola!”. Le había comentado el tema al presidente y siempre me contestó que era del resorte del ministro de Justicia, Néstor Humberto Martínez y quien marcaba la pauta sobre ese asunto. Un día Samper me dijo: “Fíjese que hay muchos comentarios en la prensa. No se dejen meter en vainas”.
Tan pronto terminó la reunión informé al ministro Martínez lo hablado. En ese mismo momento le dije que viajaría al medio día, del 13 de diciembre de 1995, a Barrancabermeja a un acto de reconocimiento que la Junta Directiva de la Cámara de Comercio ofrecía a un grupo de comerciantes. Era el invitado especial y estaba muy comprometido a asistir.
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