ContenidoPremium La gran crónica de García Márquez sobre el asalto sandinista al Palacio Nacional de Nicaragua.
Primera página del diario El Espectador del 23 de agosto de 1978, dando cuenta del ataque al palacio de gobierno del dictador Somoza.
Sólo les habían advertido que era un acto audaz y con un riesgo enorme para sus vidas, y todos habían aceptado. El único que había estado alguna vez dentro del Palacio Nacional era el comandante Cero, cuando era muy niño y acompañaba a su madre a pagar los impuestos. Dora María, la número Dos, tenía una cierta idea del Salón Azul donde se reúne la Cámara de Diputados, porque alguna vez lo había visto en la televisión.
A las once cincuenta de la mañana, con el retraso habitual, la Cámara de Diputados inició la sesión en el Salón Azul. Sólo dos partidos forman parte de ella: el Partido Liberal, que es el partido oficial de Somoza, y el Partido Conservador, que juega el juego de la oposición leal.
Cero llevaba la misión específica de entrar en el Salón Azul y mantener a raya a los diputados, sabiendo que todos los liberales y muchos de los conservadores estaban armados. La Dos llevaba la misión de cubrir esa operación frente a la gran puerta de cristales, desde donde se dominaba abajo la entrada principal del edificio. A ambos lados de la puerta de cristales habían previsto encontrar dos policías con revólveres.
Cero empujó entonces con el cañón del G3 la amplia puerta de vidrios esmerilados del Salón Azul, y se encontró con la Cámara de Diputados paralizada en pleno: sesenta y dos hombres lívidos mirando hacia la puerta con una expresión de estupor.
Veinte minutos después de que ordenó el asedio, Somoza recibió la primera llamada directa del interior del Palacio Nacional. Era su primo Pallais Debayle que le transmitió el primer mensaje del FSLN: o paraban el fuego, o empezaban a ejecutar rehenes, uno cada dos horas, hasta que se decidieran a discutir las condiciones. Somoza ordenó entonces suspender el asedio.
En el primer piso, en cuyas oficinas se habían encontrado los empleados subalternos, muchos dormían en paz en sillones y escritorios, y otros se dedicaban a pasatiempos inventados. No había la menor señal de hostilidad, sino todo lo contrario, contra los muchachos uniformados que cada cuatro horas hacían una inspección del recinto.
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